Mark Rothko (Dvinsk, Rusia, 1903 – Nueva York, 1970) se presenta, sin ninguna duda, como uno de los creadores más intensos y profundos del siglo XX. Hay una justicia rigurosa en los cuadros de este artista nacionalizado norteamericano, un esfuerzo que aúna investigación pictórica, rigor espiritual y tensión afectiva. En cada lienzo de Rothko se condensa una intensidad emotiva que excede, como él mismo se encargara de señalar, el terreno de la palabra o de la descripción racional; se trata de campos de fuerza espiritual o, lo que es similar, de desiertos en los que se anhela siempre la posibilidad de cartografiar sentidos para la existencia. Algo de eso se ve reflejado en este lienzo de 1956, una obra reducida a los elementos expresivos mínimos y en la que la inestabilidad (una cuestión básica en el desarrollo de su trabajo) hace claro acto de presencia. Nada se cierra con seguridad en este cuadro, los volúmenes, que se alejan de cualquier carácter geométrico, se relacionan ambiguamente, tanto entre sí como con el límite de la tela, dando así la razón a aquella afirmación emblemática del artista según la cual todos aquellos que veían esteticismo en sus colores, en el fondo no eran capaces de ver que en cada centímetro cuadrado de ellos se encerraba un inmenso sufrimiento.