La importancia del viaje como forma de conocer el mundo circundante figura como una condición primordial del historiador tal y como lo concibieron los griegos. La autopsía, o testimonio personal, constituye en efecto la mejor garantía de la credibilidad del relato. Quizá ya desde Hecateo de Mileto a finales del siglo VI a. C., y con seguridad a partir de Heródoto a mediados del siglo V a. C., los historiadores se convierten en viajeros incansables que tratan de trasmitir su imagen del mundo con especial atención a las tierras y pueblos más lejanos. La tarea no resulta fácil a causa de la penuria de los viajes, de los obstáculos de comunicación y de las dificultades de trasmitir realidades nuevas e insólitas a un auditorio que no estaba habituado a ellas.
Tanto Jenofonte en su relato de la expedición de mercenarios que llegó hasta las cercanías de Babilonia, como después los historiadores de Alejandro a la hora de referir los detalles de la asombrosa campaña macedonia o Polibio durante sus viajes por el lejano occidente, experimentaron estas circunstancias. Imperaba además el afán por demostrar la credibilidad del relato frente a la posible desconfianza del auditorio ante historias y anécdotas aparentemente increíbles que suscitaban la admiración y el asombro. La presencia in situ, la aportación de detalles y medidas, las comparaciones con objetos familiares o la exhibición de una aparente mesura a la hora de rechazar lo fantástico y extraordinario fueron algunas de las estrategias utilizadas para conseguir este objetivo.
Al igual que Ulises, que vio muchas ciudades y conoció la forma de ser de muchas gentes, los historiadores griegos siguieron sus pasos y de la misma forma que el héroe, pretendieron salir airosos de las situaciones, reales y ficticias, que exponían en sus relatos.
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