Os debo un madrigal,
amada mía, tierra
mía, suelo
de las germinaciones,
solícita matriz de cuanto quiso
crecer en buen amor por nuestra casa.
Sois carne de mi carne,
gozadora, y sois también
mi coronela
de las verdades duras,
las que sólo se dicen entre dos.
Y amiga mía, sois, cuando gustáis,
la más misericorde engañadora,
mi acuerdo y mi disputa, mi querida.
Lo que puedo ofreceros ya lo veis,
no tiene más valor
que el que vos le otorgáis al aceptarlo:
el carbón de mi edad, la oscura alpaca
que ayer fuera orgullosa platería.
Pues a mi lado vais,
por tan cierta,
mi hermana, puta mía,
dejad, consentidora, que os levante
la falda, y al desván
vayamos a sacarnos las vergüenzas,
vayamos a bebernos las heridas.
Porque os hice llorar, porque lloré,
os debo una canción aquí en la plaza:
no atendáis a su letra,
poned sólo a su música el oído,
que esa sí, que esa sabe
sonar sin más verdad que el puro son
del corazón metido a daros gracias
por todo y por acaso
lo que pueda llegar, si tuvierais a bien
compartir la quebrada.
Yo quiero la marchita
gardenia que ya asoma a vuestra piel,
el fatigado hueso,
la cabellera blanca,
yo quiero cuanto venga a derrotaros,
y a cambio, por defensa,
la saliva del viejo os he de dar,
la mano escueta, el miedo y el orín
de las noches en vela.